Nujabes y los recuerdos

Es difícil hablar de Nujabes. No importa a quién le preguntes. No conozco a nadie que escuche su música con relativa frecuencia y no tenga una relación especial con la misma.

En qué sentido es difícil depende de cada uno. No es para nada raro oír que se achaca a una nostalgia extraña cuasi ajena, motivada tanto por los ritmos suaves como por las letras o por la exquisita calidad de producción que hay detrás. En mi caso son las melodías. Unas notas y harmonías muy mimadas, unos lamentos que hacen de voz para evocar imágenes vívidas de recuerdos muy remotos, muy profundos, muy inconsecuentes en su día pero que acabaron convertidos en pilares emocionales y en la base de cómo recuerdo mis recuerdos, cómo me relaciono con mis sentimientos, y cómo percibo el mundo. Los pilares que explican los detalles de la vida en los que me fijo, las cosas que me importan.

No se me olvidará jamás. Hará unos diez años di con “Spiritual State”, la primera canción del álbum homónimo, y fue amor a primera escucha. Por aquella época estaba suscrito al canal de SupraDarky de música de videojuegos, y entre temazos del Deus Ex y el Chrono Cross subió la primera canción de este álbum póstumo. Es curioso que lo conociese de forma póstuma, porque creo que me ayudó a crearme una idea ya inmortalizada de la música de Nujabes. Tanto la suya suya, como la publicada por terceros como Uyama Hiroto en su sello Hydeout Productions, la cual mantiene viva la llama que comenzó Nujabes. La fusión de instrumentos y melodías de influencia latina como en la música que había escuchado de niño en casa, en la radio y en la calle, en fusión con influencia de música japonesa como la que venía oyendo en juegos y animes desde los noventa, como los de Canal Sur u otras televisiones locales, calaron hondo. Me imagino que esto último fue en parte por esa incipiente familiaridad con la “hechura” de los medios japoneses, con el estilo de composición musical del país nativo de este productor, pero también por lo vívido de muchos recuerdos míos del paisaje de Cádiz y la Bahía en los noventa. Es que son muchos detalles que coincidieron aquí.

Me explico. A Cádiz le pasa lo mismo que a Nujabes: tiene una cosa que no es fácil de poner en palabras. En esta entrada no lo pretendo siquiera; si acaso, es algo que me recuerda un poco a cuando oigo hablar del Saudade portugués, pero ni eso. Yo no soy de Cádiz; soy de una ciudad que está cerca, pero no es mi sitio natal. Por eso de chico (y no tan chico) se me antojaba como una especie de ciudad “exótica”, alejada de mi mundo diario, donde veía cosas que no veía en otro sitio. Mi padre trabajaba allí y recuerdo pasar horas en su oficina y los jardines de su trabajo, bajando a la playa, y en verano los puestos con el olor a cuero y a perfumes, la puesta de sol, y los parques. Si sumo a esto recuerdos sueltos para visitar a alguien conocido de la familia, los trabajos esporádicos para gente de la ciudad, etcétera; me queda una amalgama de escenas y memorias que dibujan una especie de cuadro impresionista que habla, de mil maneras y en mil idiomas, de un amor profundo por esa rutina y por esos detalles. Y no sólo en la Ciudad, claro, también en el resto de localidades de la Bahía como Chiclana, San Fernando, o los Puertos. A las tiendas de la Calle Real, a pasear con mi madre por el centro y entrar a tiendas de ropa como Aparicio o a los bazares. A ir al Unicaja que estaba al final de nuestra calle, y notar el sol por las mañanas o el fresquito del Supersol por la tarde. A las siluetas de los edificios recortados al final del día, volviendo por la plaza del Carmen o por la calle de Santo Entierro, con el sol a la espalda y un cuaderno de dibujos debajo del brazo. A las tardes dando vueltas por la calle con mis amigos, sin rumbo ninguno, por las distintas barriadas de la ciudad de donde soy. A las jacarandas y los pimenteros.

Pero hablar de los paisajes de fuera es también hablar de lo de adentro, de las casas y la decoración de las zonas humildes de finales de siglo y el cambio de milenio. Era algo muy concreto porque mezclaba tendencias recientes con un ligero desfase; un Frasurbane entremezclado con Art Deco heredado de épocas anteriores que se apreciaba en oficinas, despachos, salones. Mucho en nuestro caso mezclado con lo mudéjar y con la forma que tomó el New Age en influencias de arte del otro lado del Estrecho. Todo esto en recuerdos esporádicos acompañados del olor a cuero, a libro viejo y mueble antiguo,a luz cálida de bombillas incandescentes. Así, rodeado aquí y allá de un poco de todo, me encontré yo muchas veces al ir a comercios o casas de familiares y amigos. Me recuerda también al rollete de algunas tiendas del Bahía Sur, como al Coronel Tapioca, el Natura, u otra que había más para el fondo. Me recuerda a la minicadena de noche, con José Feliciano, Rosana, o un Alejandro Sanz jovencísimo sonando de fondo. A las mañanas de música en la 1, a las series de la 2 que eran de producción española o francesa y tenían una vibra rarísima (recuerdo una de Gaudí… pero no sé el nombre). Spiral, Modal Sound, Kumomi… Con cada canción de Nujabes (y de otros grandísimos como Uyama Hiroto o Michita) que oía, veía y sentía todas estas cosas… muchas de ellas por primera vez en años. Tras años de escucha y de evocar estas sensaciones a borbotones, me doy cuenta de que semejante experiencia le otorgó a su música una importancia sin igual.

El caso es que, de la misma manera que algunos vuelan por su memoria al escuchar bandas de rock porque había un HiFi en su casa cuando eran niños, a mí me pasa con Nujabes. Me reaviva estas y otras innumerables vivencias. Vivencias que, en el fondo… no tienen nada de trascendente. Tan fugaces y dispersas que son, todas esas memorias se forjaron en momentos sin importancia de días que se repetían uno tras otro sin distinción alguna. Memorias que están tan reproducidas que se gastan y emborronan como una cinta de cassette vieja, y se acaban entremezclando entre ellas y yo ya ni soy capaz de saber si ese recuerdo de ir a Cádiz una tarde a pasear y escuchar a Navajita Plateá o a Pedro Guerra fue en la propia Cádiz, o en el salón de casa de Abuela, o en casa de mi prima en Chiclana, o en casa de una amiga de mi madre cuando nos enseñaron Internet por primera vez, o en cierta casa de la calle Cervantes, o en el pasaje del Bahía Sur con el Mario Bros DX de la GBC en las manos, o en coche volviendo de Jerez y parando a comprar pescaito frito y a recoger un par de fascículos de Érase una vez El Cuerpo Humano. O si ni siquiera existió tal momento. Tampoco puedo distinguir si fue antes o después de tener la Game Boy, si ya conocía la Oreja de Van Gogh y ponía las canciones de El Viaje de Copperpot a mis películas mentales con mis crushes infantiles por personajes de pelis y dibujitos, o si era cuando ya echaban Sakura en Canal 2. ¿O a lo mejor pensé en todo esto en aquel parque en Shobara, delante de la estatua de un Komainu y un altar que ni el de Celebi? ¿O en aquel párking?

Pero es que da igual si David nunca estuvo esa tarde cuando fuimos a por sobres para el álbum de cromos, si fue después de las clases de Inglés o si fue a la vuelta de un todo a cien. Igual que no importa si los recuerdos del parque Genovés se forjaron hace veinte años cuando paseé de pequeño un día que salimos pronto de las clases de natación, si fue hace doce cuando escribí una entrada aquí mismo en el blog cuando mi vida era muy distinta, o si fue hace seis años cuando paseé por las mismísimas calles de Kyoto donde hay canalitos someros de agua corriente pasando bajo tus pies y las copas de los árboles se mecían y con el mismo tipo de airecito fresquito que cuando paseé por el parque Genovés. Porque esos recuerdos tuvieron su función y me han llevado a ser como soy y a estar aquí. Con una habilidad tremenda para fijarme en esas cosas de la misma manera que lo vengo haciendo desde los 5,6,7,8,10 años. Y Luv Sic 3 y 5, Another Reflection, y Ordinary Joe (entre otras tantísimas canciones) están ahí para recordármelo. Y como pasa con esos recuerdos fundacionales, por mucho que uno entre y salga y descubra y aprenda y se vaya y viaje y vuelva y forje y rompa, al final, siempre acabas volviendo a esos fundamentos. Da igual a quién de nosotr@s nos preguntes. Como si fuera el final de una canción, siempre se acaba llegando al acorde de tónica. A la piedra imperturbable. Al punto de reposo. Siempre se acaba volviendo a Nujabes.

Las personas nos pegamos buena parte de nuestras vidas intentando reconciliarla con nuestros recuerdos formativos o los que estimamos como nuestras mejores memorias. Si alguna vez nos perdimos, de un modo buscamos reencontrar eso que nos hizo ser felices y ser quienes somos, y rendirle una especie de tributo, otorgarle el peso que se merece y agarrarnos a ello de cara a lo que venga. Al final, la única y más pura manera de honrar cualquier concepto de lo absoluto y cualquier valor de los que nos mueven, como la eternidad, la perfección, y la pureza, es perpetuar dichos valores a través de esos recuerdos. Volver a pasear por la plaza del Mentidero al final de la tarde. Volver a poner el CD de La Oreja de Van Gogh. Volver a visitar esos recuerdos, eternos e imperecederos, de mil maneras, en mil idiomas, con mil colores, y sentirte igual de eterno, inmutable e imperecedero por el instante que dura esa memoria. Es ahí, viviendo en ese recuerdo, donde uno se vuelve permanente. Donde uno acaba sintiendo que jamás desaparecerá.

Lo dije más arriba, que es difícil hablar de Nujabes, pero… lo he intentado lo mejor que he podido. Echaba de menos escribir así de libremente. Una entrada totalmente subjetiva y que me parece innecesario que la entienda nadie más que yo. Y con esto despido el año.

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