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La madrugada del domingo tuve un sueño de los que tocan la fibra.

Era, atendiendo a su estética, como una película de Ghibli ubicada en un mundo rural y de naturaleza. Yo vivía allí con más gente.

Los paisajes eran preciosos y sublimes porque todo consistía en campos, caminos, cultivos, bosques, praderas, ríos y montañas. Siempre verdes, siempre con vida. Había robots como los del Castillo en el Cielo, que cuidaban a los animales y plantas de allí, entre los que había insectos como los de Nausicä, y unos dinosaurios, parecidos a piedra, vivientes.

El tiempo pasaba, la vida siguió su curso natural. Conocí a alguien allí, con quien formé una pareja, y con el tiempo tuvimos un hijo. Había mucha gente y todos parecíamos contentos.

Ahora bien…

Alguna vez pasaba que, de un día para otro, había personas que desaparecían. Se marchaban. Dejaban de aparecer en las villas, los caminos, las reuniones y fiestas. Simplemente se esfumaban, era como si se hubiesen ido, para no volver a aparecer nunca…

Pero es que nadie se volvía a acordar de ellos nunca, ni se les echaba en falta. Ni yo mismo los echaba en falta. Nadie se acordaba más. No pasaba nada, todos seguíamos siendo felices. Era como si nunca hubieran existido. Parecía, pensándolo ahora, que la cronología y los sucesos temporales se reajustaban solos.

Y la vida seguía. La gente comenzó a “marcharse”, una a una, con los meses y años. Al final nos quedábamos solos mi mujer y yo, con nuestro hijo, para más tarde desaparecer el pequeño y ella también… sin yo darme cuenta.

…Y me quedé solo, inconsciente de mi soledad, náufrago de ese mundo, deambulando por los valles y colinas de campos de cultivo ya abandonados, embelesado, anhelando recuerdos de cosas que era incapaz de recordar.

Y pasó el tiempo. Mucho tiempo. Pasaron los años y me fui haciendo más y más viejo, pero no era consciente. Yo sólo paseaba y observaba todo: los robots ya oxidados y desgastados (pero funcionales), los dinosaurios de piedra salvajes, las libélulas gigantes, los robles y hayas siempre verdes, el pasto…

Un buen día oí una voz en mi interior de quien yo entendí como un alguien joven. Quién era, y por qué me habló, y por qué lo hizo en ese momento, o por qué me di cuenta en ese momento, lo ignoro. A lo mejor era el recuerdo del pequeño. A lo mejor era mi recuerdo de mí mismo, más pequeño.

Me costó oír lo que decía, porque al principio era como un susurro de cuando en cuando. Pero con el tiempo y la costumbre acabé dialogando con esa persona. Aparte de muchas cosas que no recuerdo, finalmente me dijo con todas sus fuerzas que, si le hacía caso en algo, fuese a que me encaramase a la colina más alta, al monte más alto, para ver la puesta de sol. Cuando lo hice, lo vi.

Vi algunas junturas de los muros de lo que parecía una pared, muy alta y muy lejana, que tenía un cielo precioso pintado de naranja. La pintura ya se estaba descamando. Fui consciente de la acústica y el eco del lugar, de los pájaros. Y lo entendí todo.

Aquello no era un mundo rural perfecto. Si acaso era un mundo, lo era en el interior de unas especies de habitáculos o naves industriales gigantes, colosales, en cuyos interiores había, simuladas a la perfección, vastas regiones de bosques y campos, montañas y ríos, casas y villas. Una simulación inmutable.

En ese momento, entendí también que seguramente eso guardaba relación con el por qué nadie era consciente de cuando alguien desaparecía, por qué no sentíamos nada ni sabíamos nada. Entendí el por qué los robots seguían funcionando, el por qué aquello seguía existiendo. Existía porque debía de haber constancia de que una vez existió una humanidad que logró vivir en un mundo bello.

Pero yo no entendía mi papel en ese sitio. Si yo era parte importante de ese todo, o acabaría desapareciendo como los demás… aunque no recordase quiénes eran los demás, y aunque llorase sus marchas a pesar de creer que no los llegué a conocer nunca.

Y también entendí que era muy probable que todas esas personas habían sido producto de mi imaginación… o recuerdos parciales de una vida que tuve. En cualquier caso, para cuando me di cuenta de todo ya había comenzado a llorar. El llanto fue eterno, como la duda que quedó abierta, porque es ahí cuando el sueño acabó.

Y al poco rato me desperté.

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