“[…] posteriormente trepé a uno de los picachos del territorio loba, más adentro, para no perderme esa visión del poderoso Brahmaputra. También desde un poco más arriba del pueblo pude contemplar a mi gusto el Tíbet al Nordeste y al Oeste, mientras al Sur tenía todo el Mustang a mis pies. Su territorio parecía un océano de olas retorcidas y atormentadas, un mar fosilizado derramándose entre dos cordilleras, y terminando junto a las islas, blancas de nieve, del Annapurna y el Dhaulagiri, que se alzaba al Sur. Casi cien kilómetros me separaban de aquellas cimas, que parecían estar allá abajo mismo; tuve la sensación, que nunca había sentido antes, de hallarme en pie sobre el mundo entero, la mitad del cual bajaba a mis espaldas hacia el Tíbet y Mongolia, mientras que la otra mitad se extendía ante mí, descendiendo en dirección a la India y a un universo tropical. Si de verdad el mundo tenía techo, sin duda era éste. Ciertamente, había encontrado el “horizonte perdido”, un pequeño mundo recluido y oculto en una de las zonas más inaccesibles de nuestro planeta.
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