Este año llego un poco tarde para hacerle un homenaje a mi tierra, pero más vale tarde que nunca.
Es un poco triste que en muchas ocasiones uno sepa valorar sus raíces sólo después de haber sido expatriado. Sea como sea, la tierra de origen se acaba cobrando así su aprecio.
Y éste ha sido mi caso. Vivir fuera de tu tierra (no ya de tu ciudad) te hace ver muchas cosas y aprender a valorar otras tantas. Jamás me imaginé hablando de estas cosas, y hoy día no alcanzo a imaginar qué sería de mí sin pensar en ellas.
Jamás imaginé que me enamoraría de Cádiz. De ese arte místico que se respira en las gentes y en cada brisita de las que corretean por columela, san juan de dios, candelaria, calle ancha, san antonio, la calle que va hasta plaza las flores, la propia plaza, las que bajan por la plaza, las que suben hasta el pópulo y acaban en los riscos de Campo del Sur. O de esa catedral. O de esas malditas y benditas puestas de sol desde la caleta, o desde el baluarte. La punta con sus vistas a la bahía, y sus noches de juerga. El Carnaval con sus coros haciendo armonías que escaparían a los más entregados compositores. Y ese olor a ese mar al que te asomas y se te pierde la vista. Y la gracia es que sólo es la puntita de la provincia. Más adentro se esconden pueblos entre llanos y montes, se esconden remansos de tranquilidad en piscinitas del Marquesado; playas con personalidad propia en los caños, roche, conil, los mellizos. O mi Camposoto. Calles concurridísimas en la ciudad del vino y los caballos. El paseo de Valdelagrana. Los Toruños. Alcalá. Tavizna. Grazalema. El Torreón, el Reloj, el Zimancón. Ubrique. El Bosque. Los cámpings por toda la costa. Las carreteras diáfanas con cielos abiertos. Si es que te enamoras de hasta los putos aerogeneradores que se ven por la autovía.
Jamás imaginé que me enamoraría de Sevilla. De ese oro que recubre las calles cuando la bañan los rayos de las mañanas, de ese asfixiante calor que tanto te agobia y tanto te hace sentir, de ese viento del norte que sopla a veces por estas fechas y despeja el cielo; de sus terrazas, de su río y su barrio de Triana. De rincones clásicos como la Puerta de Jerez o la Catedral, o de rincones especiales para mí como la avenida donde me majaron a palos hasta ser biólogo, ese colegio mayor, la avenida de la palmera, y ese parque que tantas veces me pateé en busca de ese algo que sólo hay en la Capital.
Jamás imaginé, tampoco, que me enamoraría de Jaén. Símbolo de lo remoto desde mi infancia, por tus sierras y montes me he perdido hasta la saciedad. Sobre tus lomas han corrido toda clase de criaturas en mi imaginación desde que recuerdo la primera vez que te visité. Cada vez que he vuelto has superado indudablemente la fascinación de la vez primera. Cada ruta, cada sendero, cada charca atestada de ranitas y renacuajos, cada zarza o río que nace. Cada pueblo artesano tallado en la montaña. Tu exhuberante culto al olivo. Te siento tan mía como cualquier otra de mis provincias.
Córdoba, Huelva, Granada, Málaga, Almería. No me olvido de vosotras. Poco ha sido el tiempo que recuerdo haber pasado de primera mano por vuestras tierras. Recuerdo el blanco impoluto de Sierra Nevada, las playas negras de Málaga donde por vez primera vi al sol esconderse en el monte. Sois para mí los tesoros aún por descubrir. Y dudo que me decepcionéis a la vista del listón de vuestras hermanas.
Me dejo un sinnúmero de pueblos, ciudades y sitios de todas ellas por nombrar, y bendito aquel que decidió pasearme por todos ellos. Pero no importa. Los llevos todos conmigo porque han hecho de mí lo que soy.
Jamás imaginé todo esto, y aquí estoy. A mil kilómetros de mi casa y con más ganas que nunca de que no se me entienda al hablar por culpa de mi acento.
No sé a quién o qué tendría que darle las gracias, pero gracias, por haberme hecho nacer en Andalucía.