“[…] posteriormente trepé a uno de los picachos del territorio loba, más adentro, para no perderme esa visión del poderoso Brahmaputra. También desde un poco más arriba del pueblo pude contemplar a mi gusto el Tíbet al Nordeste y al Oeste, mientras al Sur tenía todo el Mustang a mis pies. Su territorio parecía un océano de olas retorcidas y atormentadas, un mar fosilizado derramándose entre dos cordilleras, y terminando junto a las islas, blancas de nieve, del Annapurna y el Dhaulagiri, que se alzaba al Sur. Casi cien kilómetros me separaban de aquellas cimas, que parecían estar allá abajo mismo; tuve la sensación, que nunca había sentido antes, de hallarme en pie sobre el mundo entero, la mitad del cual bajaba a mis espaldas hacia el Tíbet y Mongolia, mientras que la otra mitad se extendía ante mí, descendiendo en dirección a la India y a un universo tropical. Si de verdad el mundo tenía techo, sin duda era éste. Ciertamente, había encontrado el “horizonte perdido”, un pequeño mundo recluido y oculto en una de las zonas más inaccesibles de nuestro planeta.
La indescriptible belleza de lo que me rodeaba tenía tal grandeza que me llenaba el alma y colmaba mis sueños más quiméricos. Estaba embelesado.
El [aullido] de un perro me devolvió a la realidad; como el viento me azotaba y me llenaba los oídos con su triste ulular, me embargó un sentimiento de soledad y desamparo que me hizo pensar en cosas un tanto deprimentes. Quizá no volvería a ver nunca el mundo irreal de mi pasado, tal vez no podría dar testimonio del panorama maravilloso que me había sido permitido contemplar. Me apenaba no compartir con alguien los sentimientos abrumadores que suscitaba en mí tanta belleza. Ni siquiera hoy consigo hallar palabras apropiadas para describirla, y me parece que sólo sirven para disminuir la pureza y hermosura de aquellos momentos en que, de pie, dando cara al viento, sentí que había alcanzado el “techo del mundo”.”
— mod. de Michel Peissel: Mustang. Reino prohibido en el Himalaya. Ed. Juventud, 1976.